Corriendo una de sus múltiples aventuras, Shangó llegó a un pueblo donde reinaba una mujer. El hechizo que ejerció sobre el dueño del trueno no se hizo esperar, por lo que comenzó a cortejarla de inmediato.
A los pocos días, en un güemilere, el orisha, que no perdía ni pie ni pisada a la hermosa soberana, le insistió para que lo llevara a su palacio.
–Ves ese azul allá lejos –dijo la mujer señalándole para el mar–, es mi casa.
–Ya no se ve la costa –dijo Shangó algo asustado. Ella se tiró al agua y una enorme ola viró el bote. Shangó, desesperado, se aferraba a la embarcación mientras profería gritos de terror.
–Te voy a ayudar –dijo la reina al volver a la superficie–, pero tienes que respetar a tu iyá.
–Yo no sabía que usted era mi madre –respondió Shangó–, kofiadenu iyá.